
¡No, si la teoría me la sé! Luego la práctica es otra cosa, o la misma por el otro lado según se mire. Lo importante es amar y arriesgar.
Al principio es difícil e ilusionante, casi todo es muy nuevo, luego es fácil, muy fácil, llega
a ser facilísimo si te has dado el tiempo y la paciencia para aprender, y es posible que te ocurra como a mí, que con los
años te vuelve a parecer imposible.
¡Es el desierto de la adolescencia! Es el desierto de tu propia crisis.
La paciencia es una forma de amor.
Y el implicarse, es decir, poner toda la carne en el asador, es
arriesgar, para poder gozar. No se puede evitar también sufrir. La paternidad
se me parece a eso, amar mucho y arriesgar de verdad. No es momento de evaluaciones.
Debo empezar por el principio. Quizá nada es por casualidad. En mitad del desierto de la adolescencia, hace tres años, encontré haciendo limpieza la prueba: un recorte cariñosamente guardado de la revista “Ser padres”
de 1995.
A veces nuestra memoria nos traiciona o nos hace trampas
reinventándose a sí misma jugando con el pasado para adaptarlo al
presente. Pero en este caso es imposible, está la prueba arqueológica
que explica mi particular prehistoria de las “nuevas masculinidades y paternidades”.
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Foto de la revista citada. 1995 |
Recuerdo perfectamente la ilusión con la que la compré en el Quiosco. Ese mes, por primera vez, hablaba de “una revolución silenciosa”,
la de los hombres que voluntariamente accedían a los cuidados de niños y
niñas de una manera muy activa. Eso demuestra que las decenas de
revistas compradas anteriormente no habían contado conmigo y todo lo que allí ponía se referían, sin decirlo, a las madres.
¡Y yo sin
saberlo! Recuerdo con mucho cariño otras ropas, otros modelos de
cochecito. Las primeras mochilas para llevar orgullosos nuestros bebés
en la tripa.
Recuerdo el olor. Ese aroma de la recién nacida dormida por mis latidos, la ternura y cuidado al deambular, el calor del cuerpo a cuerpo. Recuerdo el orgullo.
(Me he emocionado. Ahora estoy llorando, pero seguiré contándote).
Es curioso. La revista decía que “algunas mujeres, con sus abiertas demandas, sacaron a sus maridos de la comodidad del patriarca”.
Me río ahora porque está subrayado, y aparecen unas anotaciones al margen escritos con mi letra de entonces.
Me empeñaba en recalcar en ese momento que a mí no me había pasado así. Lo mío era
voluntario. No me conformaba con tener acceso a la paternidad, a las tareas domésticas y de cuidados, sino que quería el control de mi parte.
Sabía cuál era la mía. Está escrito con palabras de 1995. Hasta donde yo aprendiera o pudiera llegar con
muchas ganas, eso sí. En el proyecto común de pareja reconozco que coincidíamos
en casi todo a ese respecto. Recuerdo mis ganas de aprender, de sentir y de vivir.
A su derecha, a pie de foto, subrayado más fuerte lo dice: “lo
que antaño fuese motivo de debilidad o vergüenza, se muestra ahora con
orgullo. El contacto con el hijo es otra demostración de capacidad y
"eficacia viril”. Esas comillas son unas comillas del año 1995.
¡Eso! Hoy lo decimos de otra forma quizá pero, ¡qué quieres!, han pasado veinte años.
En las siguientes páginas habla de los “nuevos padres”, de la autoridad y la ternura, de tantas cosas que entraban al leerlas con avidez, como esa cerveza fresca en verano.
Sonrío al leer “el decálogo del nuevo buen padre”, subrayado y comentado, comprendido, asumido. Tengo la confirmación escrita y conservada. Me sirve ahora como salvavidas.
¡Comprobado!
La teoría me la sé. Y la práctica la intenté vivir y gozar como pude y como supe.
Todo cuando es a favor es fácil. Puedes hacer que parezca muy fácil. Solo vives una posibilidad a la vez.
Cuando cambias
un pañal puedes ver muchas cosas. Recuerdo el olor. Recuerdo a otro
papá que al hacer eso, cambiar un pañal, seguía oliendo a mierda detrás de mil pañales. Lo recuerdo bien. Recuerdo la queja de alguno. Quizá disimulaban o era la manera de justificarse por una tarea que claramente entonces no era propio de hombres.
Sin
embargo, ya entonces pensaba que él (incluyendo al que disimulaba) se perdían una oportunidad de oler a
rosas. Yo me sentía un privilegiado porque lo que veía era a mi hija limpia y radiante. Es un símbolo. Podría contaros muchas más cosas.
Miles de horas
de parque y columpios. Recuerdo la música machacona de los caballitos
que daban vueltas sin fin, y nos saludábamos con la mano una y otra vez
en cada vuelta como la primera.
Cuatro años
después nació su hermano. Ya fueron dos, los adultos también. Volvió a
ser difícil, para después ser fácil, incluso hasta muy fácil. Es cuestión de amar y arriesgar de verdad, para aprender.
Uno de los mejores regalos que nos pueden hacer cuando tienen entre uno y dos años es enseñarnos a caminar a su paso. Recuerdo contemplar el pétalo de una flor durante seis minutos. Recuerdo eso ahora con lágrimas en mis ojos. Así se para el tiempo y se aumenta la atención.
Hoy contamos con otra tecnología,
pero hice unas grabaciones de vídeo en el formato VHS. Dos o tres
minutos cada mes durante años, con rutina, en situaciones muy
distintas. Estas cosas son las que recuerdo. Recuerdo decenas de veces juegos aburridos para mí como la oca o el famoso juego de uno piensa una cosa y el otro lo adivina, donde casi siempre era el delfín la primera palabra pensada. Ahora lo recuerdo distinto.

Necesitas las pruebas, más rastros, tus huellas. Llega el frío de la
noche en tu desierto y dudas de tus fuerzas, piensas que te
equivocaste, reniegas de casi todo…
Miedos, soledades, riesgos,
y un amor diferente.




Con mucho más amor y riesgo volvera a ser fácil, terminará siendo fácil ¡Ya lo huelo!
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